mardi 31 mars 2009

Apunta Oshi

Se deslizó entre las mesas de los comensales de un Restaurant en los Barrios Altos. Saludó con un buenas tardes a la concurrencia, acompañado de un gesto ceremonioso de la mano izquierda. Cogió el periódico del mostrador, se sentó en una añeja silla de madera, al lado de la puerta crujiendo ésta, se pregunto si no se estaría quejando. Sonrió con la reflexión. Con el dedo en ristre busco los resultados futbolísticos en la página de deportes. Era lunes, moroso, húmedo de los que Lima tiene en la alacena para los meses de julio. Leyó en los titulares de “La Crónica”: “Mariscal Sucre” 1, Municipal 0” Se le ensanchó la cara y los felinos ojos verdes le brillaron. La noticia lo puso de buen ánimo. En el barrio, todos le decían “El Gato”. Arquero suplente del “Ciclista Lima” y del “Enrique Effio” en sus horas perdidas. Electricista por necesidad e hincha por pasión del cuadro dinamitero. Era delgado, mas bien mediano de altura, “de color humilde”, como le decía su madre, Angelita, de descanso prolongado en el Cementerio “El Angel”. La pobre había entregado los ornamentos, occisa de tisis y fatigada de angustias y del cuerpo: el eterno tris-tris de fregar, de cargar baldes de agua, cocinar y planchar con carbón. “Lavaba para la calle”, decía ella, como si la calle supiera ensuciarse, pensó él. Con nueve hijos que alimentar y un marido zapatero y guitarrista, que alternaba de padre, cuando los vapores de la jarana se lo permitían, no había mucho donde elegir.

Atrajo la atención del oriental que servia de dependiente, agitando la mano como si estuviera despidiéndose de la tira en la estación de “Desamparados”. Pidió frejoles con carne, salsita, pan, una pasteurina y agrego: “con tropezón”. Intentó trazar con ambas manos una circunferencia - apoyando el verso - para indicarle la cantidad. Los dos se entendieron cuanto al tropezón: en el ir y venir del tenedor para cada bocado, éste “tropezaba”, entre el arroz y los frejoles con la “resistencia” de la lonja de carne. Para José Martínez, eso era vida, pero también reflejo primario, cierto. El nisei recuperó delicadamente el menú, giró los talones y le dijo algo inaudible al cocinero a través de una especie de ventanilla por donde desfilaban las viandas.

Mientras preparaban su orden, Pepe, para los íntimos, tuvo tiempo de pasarle revista a algunos capítulos de su infancia. Hijo mayor de una familia numerosa de “dona Angelita” y de “don José”, el hombre de la “chalina a bolas”. Lo de la chalina tenía fama. Nunca salía a la calle sin su prenda fetiche. El “cachiné”, como él la llamaba, deformaba el “cache-nez” galo. El adminículo era de seda, de fondo azul y con detalles de círculos blancos que anudada entre el cuello y la garganta, para protegerse del frío - decía él, pero sobre todo para cuidarle la segunda voz y calentarle el pecho, afirmaban los amigos. Pepe, sabia que la otra manera de “calentar” de su padre era aventarse de manera regular y sostenida sendas copas de pisco entre pecho y espalda. Cuando se iba de serenata o de peña, no lo veía a veces una semana entera, y la pobre Angelita, se la veía mal para darle de comer a su prole. Cuando retornaba, resumido de alcohol y de valses sincopados le tornaba el carácter. Peor, sin un centavo. Aunque nunca lo vió, estaba seguro que ya había pasado por el Monte de Piedad para dejar empeñados el anillo, la esclavilla de oro o el saco. El temía esos momentos de cólera. Por un sí o por un no, partía la bofetada o el puntapié. Al padre, la música le procuraba el placer de bohemio; de la zapatería, sacaba el adicional para sobrevivir, cuando había, para sostener a la familia. Entre pulsar la guitarra y aparar el calzado se servia de las mismas manos, las mismas convertían aparejos tan diversos en fuente de inspiración, de creación. Pero los versos, la melodía y las cuerdas tiraban más que el “diablo”, la lezna, o el tirapié.

Y los frejoles con tropezón que no llegaban. Cuando recordaba a su madre, le llegaba el perfume de jabón, del olor a ropa limpia y recién planchada. A veces se le acercaba para robarle unas caricias que el tiempo del quehacer le quitaba. Se pegaba contra ella, buscando sus manos para reposar su cabeza, adherido a su vientre, acompasando su respiración a los pálpitos maternos. Allí se olvidaba de los golpes, de los insultos, de sus miedos nocturnos; solo escuchaba el tintineo de su voz argentina rebotando su nombre entre los muros del solar. Más tarde, la recordaría a sus diez años, en un domingo de futbol, en la cama del hospital; entre sábanas blancas y un color pálido en su rostro que le asustaba, como el disfraz de la muerte cuando ronda entre los pobres. Pero sobre todo recordaba el olor acre, de medicamentos y pócimas. Guardó también imágenes de la capilla ardiente, del discurrir de la gente en el callejón del jirón Amazonas donde vivía y de las luces mortecinas en el velatorio. Observaba a través del tul de su infancia, las faldas almidonadas de las vecinas distribuyendo café, galletas, y el aguardiente de caña corriendo de mano en mano para acompañar a la difunta. Así menguaban el frío de la amanecida, el cansancio y el dolor; en otros grupos escuchaba los chistes de moda y las risas apagadas de los palomillas. De esa noche le quedarían para siempre - aparte de un profundo y vacío dolor - la lívida imagen de su madre a través del cristal, su primer despertar solitario y la ausencia de la fragancia de rosas en la frente cuando lo besaba cada mañana.

Oshi, realmente Keroyuke Oshiro, se le apareció sacándolo brutalmente de sus recuerdos. Lo escucho anunciar la pitanza. Llevaba un plato humeante en la mano izquierda; los cubiertos, el pan y la servilleta de papel en la otra. Regresó enseguida con un vaso y la pasteurina, que abrió delante de él. Se inclinó, le deseó buen provecho y se perdió entre el dédalo de las mesas llenas de parroquianos. Liberarse del ataque de recuerdos le llevaba cada vez más tiempo, pensó, mientras limpiaba maquinalmente los cubiertos con la servilleta de papel cortada en triángulos. No era fácil volver del pasado. Comió lentamente, saboreando, “tropezando”, con las tronchas de carne. Bebió y pidió mazamorra morada como postre. Pidió la cuenta, y el dependiente la dejó al borde de la mesa. Ni verificó la suma. Se levantó, dejó la “dolorosa” en el mostrador y de un tono socarrón le dijo al oriental:
- Apunta, chino.
Oshi, no pareció molesto, ni sorprendido de la afirmación: ser paciente era lo primero que le habían enseñado sus ancestros. Sin embargo, los lunes nunca fueron de buen consejo. Movió pendularmente la cabeza, soltó algunas frases incomprensibles, pero luego se escuchó el reproche:
-Apunta, apunta. Y hasta cuando voy a apuntar? replicó.
La respuesta voló, espontánea, genial.
- Hasta cuando te diga fuego! – dijo, el Gato.
Luego se marchó, lentamente, silbando un vals, camino de la bajada del Carmen...