jeudi 7 mai 2009

Misia Elena

Elena Barahona, o Misia Elena, como le llamaban respetuosamente en su San Luis de Cañete, contaba a sus hijos al caer la tarde lo que a su vez sus padres le habían referido, en otras tardes como esa, sobre la condición del negro. La negritud no se resumía a una simple cuestión de pigmentación; de mayor o menor concentración de melanina, sino a una voluntad deliberada de restricción de humanidad. El negro había sido marginado, sometido por su diferencia primaria, evidente, visual: su color, pero también por sus ritos y costumbres animistas. La tradición occidental y cristiana no perdonaba los márgenes. Acaso no fueron los propios árabes, vecinos continentales y movidos por el proselitismo islamista, quienes hace menos de quinientos anos continuaron la trata de esclavos cuyo destino fue la recién descubierta América? Negándosele humanidad, el negro fue incorporado a los procesos productivos, como energía animal y barata. Bastaba un plato de menestras y un lecho donde dormir sus necesidades y alimentar sus sueños? También se le negó la reproducción, la trascendencia, y la que se le otorgo fue obligada, sexual, privada de afectos: para ello servían los apareaderos de las haciendas del Carmen y San Regis en Chincha, como otros tantos en la costa del Perú. El interés de los hacendados fue de disponer de los mejores sementales, capaces de “mejorar” aquellas características biológicas necesarias para las faenas agrarias y domesticas a las que se le destinaba. Debían ser fuertes, sanos, y de ser posible, dóciles, para así reproducir el ciclo al infinito en cantidad, en calidad y de ser posible sin conflictos. Prohibidos de afectos, de amor, la iglesia hizo todo lo inimaginable posible para negarles aquello que sus mandamientos ordenaban, o voltearon el rostro para no ver la miseria humana. Solo algunos curas y humanistas obraron en su defensa, pobre de ellos, a fuerza de defenderlos se fueron tiñendo de negro. Cuando el negro no se sometía, no estaba allí el cepo y el látigo del capataz para morderle el cuero y arrancarle la piel?

Cuando el amo sepa

Lo que esta pasando

Va hacer con tu cuero Negrito,

Zapatitos blancos.

El sauce llorón a la entrada de la hacienda de San Juan de Arona en Cañete, todavía hoy cuenta, a quien acerque suficientemente el oído a su tronco, como los amarraban a su pie, y como sus ayes de dolor mezclados a sus maldiciones llenaban el espacio mientras laceraban sus carnes.

No se asocia acaso aun al negro con el diablo? La leyenda no cuenta que botaban humo por la boca y las narices, y los ojos los tenían impregnados de sangre? Claro, como era tan cierto que fumaban con la candela pa’dentro los improvisados cigarrillos hechos de pelos de choclo secos liados con papel de despacho, expeliendo el humo por la nariz o por la boca. Y no era porque quisieran, sino porque tenían prohibido de fumar y menos en los campos cuando apañaban algodón, ello generaba incendios y no había agua con que apagarlos.

La música no le estaba permitida. Solo los albores del siglo XX vendrían a morigerar esta tendencia, tolerándose el canto y el baile tan acordes a su morfología rítmica. El haber sido liberados de la esclavitud por Ramón Castilla, para neutralizar el “caudillismo” y afirmar la institucionalidad; aunado al acelerado proceso de urbanización, no habían servido acaso como detonante para cambiar su modo de vida? Los coolíes chinos vendrían a reemplazar la pérdida de la mano de obra negra, y la crisis de los migrantes chinos, la nueva migración japonesa, “…and the show must go on” (…y el espectáculo debe continuar). El negro, por no tener formación, fue empleado en la capital y en las grandes ciudades, en aquellos oficios que exigían poca calificación: albañiles, aguateros, artesanos de toda índole… y como el trabajo era esporádico y la paga insuficiente, fueron habitando las zonas de extramuros, de conventillos y de quintas. Alguien les llamo en los años setenta con el pomposo título de: “Áreas de sub-desarrollo urbano internas”, ASDUI. Como el espacio era reducido en estas y el clima benévolo, el habitáculo solo servia para las funciones básicas: comer, dormir, asearse. El resto del tiempo, fuera de las horas de trabajo para aquellos empleados, las esquinas del barrio fueron las áreas de socialización: lugar de reuniones, de reflexiones, de intercambios y de conocimientos, pero también fronteras naturales con otros callejones, barrios o cuarteles.

Misia Elena, ya no es de este mundo, se nos murió de confrontación, de desilusión y de pena; su entidad pertenece a otra plaza, allí seguirá - esperamos - dando guerra por reivindicar a su raza.

mardi 31 mars 2009

Apunta Oshi

Se deslizó entre las mesas de los comensales de un Restaurant en los Barrios Altos. Saludó con un buenas tardes a la concurrencia, acompañado de un gesto ceremonioso de la mano izquierda. Cogió el periódico del mostrador, se sentó en una añeja silla de madera, al lado de la puerta crujiendo ésta, se pregunto si no se estaría quejando. Sonrió con la reflexión. Con el dedo en ristre busco los resultados futbolísticos en la página de deportes. Era lunes, moroso, húmedo de los que Lima tiene en la alacena para los meses de julio. Leyó en los titulares de “La Crónica”: “Mariscal Sucre” 1, Municipal 0” Se le ensanchó la cara y los felinos ojos verdes le brillaron. La noticia lo puso de buen ánimo. En el barrio, todos le decían “El Gato”. Arquero suplente del “Ciclista Lima” y del “Enrique Effio” en sus horas perdidas. Electricista por necesidad e hincha por pasión del cuadro dinamitero. Era delgado, mas bien mediano de altura, “de color humilde”, como le decía su madre, Angelita, de descanso prolongado en el Cementerio “El Angel”. La pobre había entregado los ornamentos, occisa de tisis y fatigada de angustias y del cuerpo: el eterno tris-tris de fregar, de cargar baldes de agua, cocinar y planchar con carbón. “Lavaba para la calle”, decía ella, como si la calle supiera ensuciarse, pensó él. Con nueve hijos que alimentar y un marido zapatero y guitarrista, que alternaba de padre, cuando los vapores de la jarana se lo permitían, no había mucho donde elegir.

Atrajo la atención del oriental que servia de dependiente, agitando la mano como si estuviera despidiéndose de la tira en la estación de “Desamparados”. Pidió frejoles con carne, salsita, pan, una pasteurina y agrego: “con tropezón”. Intentó trazar con ambas manos una circunferencia - apoyando el verso - para indicarle la cantidad. Los dos se entendieron cuanto al tropezón: en el ir y venir del tenedor para cada bocado, éste “tropezaba”, entre el arroz y los frejoles con la “resistencia” de la lonja de carne. Para José Martínez, eso era vida, pero también reflejo primario, cierto. El nisei recuperó delicadamente el menú, giró los talones y le dijo algo inaudible al cocinero a través de una especie de ventanilla por donde desfilaban las viandas.

Mientras preparaban su orden, Pepe, para los íntimos, tuvo tiempo de pasarle revista a algunos capítulos de su infancia. Hijo mayor de una familia numerosa de “dona Angelita” y de “don José”, el hombre de la “chalina a bolas”. Lo de la chalina tenía fama. Nunca salía a la calle sin su prenda fetiche. El “cachiné”, como él la llamaba, deformaba el “cache-nez” galo. El adminículo era de seda, de fondo azul y con detalles de círculos blancos que anudada entre el cuello y la garganta, para protegerse del frío - decía él, pero sobre todo para cuidarle la segunda voz y calentarle el pecho, afirmaban los amigos. Pepe, sabia que la otra manera de “calentar” de su padre era aventarse de manera regular y sostenida sendas copas de pisco entre pecho y espalda. Cuando se iba de serenata o de peña, no lo veía a veces una semana entera, y la pobre Angelita, se la veía mal para darle de comer a su prole. Cuando retornaba, resumido de alcohol y de valses sincopados le tornaba el carácter. Peor, sin un centavo. Aunque nunca lo vió, estaba seguro que ya había pasado por el Monte de Piedad para dejar empeñados el anillo, la esclavilla de oro o el saco. El temía esos momentos de cólera. Por un sí o por un no, partía la bofetada o el puntapié. Al padre, la música le procuraba el placer de bohemio; de la zapatería, sacaba el adicional para sobrevivir, cuando había, para sostener a la familia. Entre pulsar la guitarra y aparar el calzado se servia de las mismas manos, las mismas convertían aparejos tan diversos en fuente de inspiración, de creación. Pero los versos, la melodía y las cuerdas tiraban más que el “diablo”, la lezna, o el tirapié.

Y los frejoles con tropezón que no llegaban. Cuando recordaba a su madre, le llegaba el perfume de jabón, del olor a ropa limpia y recién planchada. A veces se le acercaba para robarle unas caricias que el tiempo del quehacer le quitaba. Se pegaba contra ella, buscando sus manos para reposar su cabeza, adherido a su vientre, acompasando su respiración a los pálpitos maternos. Allí se olvidaba de los golpes, de los insultos, de sus miedos nocturnos; solo escuchaba el tintineo de su voz argentina rebotando su nombre entre los muros del solar. Más tarde, la recordaría a sus diez años, en un domingo de futbol, en la cama del hospital; entre sábanas blancas y un color pálido en su rostro que le asustaba, como el disfraz de la muerte cuando ronda entre los pobres. Pero sobre todo recordaba el olor acre, de medicamentos y pócimas. Guardó también imágenes de la capilla ardiente, del discurrir de la gente en el callejón del jirón Amazonas donde vivía y de las luces mortecinas en el velatorio. Observaba a través del tul de su infancia, las faldas almidonadas de las vecinas distribuyendo café, galletas, y el aguardiente de caña corriendo de mano en mano para acompañar a la difunta. Así menguaban el frío de la amanecida, el cansancio y el dolor; en otros grupos escuchaba los chistes de moda y las risas apagadas de los palomillas. De esa noche le quedarían para siempre - aparte de un profundo y vacío dolor - la lívida imagen de su madre a través del cristal, su primer despertar solitario y la ausencia de la fragancia de rosas en la frente cuando lo besaba cada mañana.

Oshi, realmente Keroyuke Oshiro, se le apareció sacándolo brutalmente de sus recuerdos. Lo escucho anunciar la pitanza. Llevaba un plato humeante en la mano izquierda; los cubiertos, el pan y la servilleta de papel en la otra. Regresó enseguida con un vaso y la pasteurina, que abrió delante de él. Se inclinó, le deseó buen provecho y se perdió entre el dédalo de las mesas llenas de parroquianos. Liberarse del ataque de recuerdos le llevaba cada vez más tiempo, pensó, mientras limpiaba maquinalmente los cubiertos con la servilleta de papel cortada en triángulos. No era fácil volver del pasado. Comió lentamente, saboreando, “tropezando”, con las tronchas de carne. Bebió y pidió mazamorra morada como postre. Pidió la cuenta, y el dependiente la dejó al borde de la mesa. Ni verificó la suma. Se levantó, dejó la “dolorosa” en el mostrador y de un tono socarrón le dijo al oriental:
- Apunta, chino.
Oshi, no pareció molesto, ni sorprendido de la afirmación: ser paciente era lo primero que le habían enseñado sus ancestros. Sin embargo, los lunes nunca fueron de buen consejo. Movió pendularmente la cabeza, soltó algunas frases incomprensibles, pero luego se escuchó el reproche:
-Apunta, apunta. Y hasta cuando voy a apuntar? replicó.
La respuesta voló, espontánea, genial.
- Hasta cuando te diga fuego! – dijo, el Gato.
Luego se marchó, lentamente, silbando un vals, camino de la bajada del Carmen...